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Naciones Unidas destacó efectos duraderos: heridas humanas, ambientales y morales.
Asamblea General insistió en aprobar sin demora el tratado de prohibición.
Un testimonio íntimo y desgarrador marcó la conmemoración del Día Internacional contra los Ensayos Nucleares en la sede de la ONU. Oemwa Johnson, representante juvenil de Kiribati, expuso ante la Asamblea General las secuelas que aún arrastran los descendientes de quienes fueron expuestos a explosiones termonucleares en la isla de Kiritimati, durante la operación Grapple realizada por Reino Unido y Estados Unidos entre 1957 y 1962.
Johnson relató que su abuelo, apenas un adolescente de 14 años, tuvo como única protección una manta delgada para cubrirse de los destellos radiactivos. Los efectos se transmitieron a lo largo de generaciones: pérdida de memoria, enfermedades neurológicas, nacimientos prematuros y muertes tempranas. “El sufrimiento infligido por potencias coloniales está inseparablemente ligado al desprecio de la dignidad humana”, sentenció.
La alta representante de la ONU para Asuntos de Desarme, Izumi Nakamitsu, advirtió que “las consecuencias de los ensayos nucleares son duraderas e indiscriminadas”. Recordó que ningún pretexto, ni científico ni político, justifica el uso de estas pruebas y exigió mantener la moratoria internacional vigente.
Por su parte, el presidente de la Asamblea General, Philemon Yang, fue enfático al urgir a los Estados que aún no han firmado el Tratado de Prohibición Completa de los Ensayos Nucleares a ratificarlo sin más retrasos. “Es indispensable para la seguridad colectiva”, afirmó.
La jornada dejó claro que las cicatrices nucleares no son pasado: siguen latiendo en las islas del Pacífico, donde comunidades enteras aún cargan con las heridas invisibles de la radiación.